EL AMOR A DIOS Y EL AMOR AL PRÓJIMO
SS. Juan Pablo II
Audiencia General del miércoles 20 de octubre de 1999
1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).
La virtud teologal de la caridad, de la que hablamos en la catequesis anterior, se expresa en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo. En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad en nuestro interior.
En efecto, la caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, Crucificado y Resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su mismo Amor.
Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.
2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).
En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).
3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender porqué el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por san Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
La tradición teológica ha distinguido las virtudes teologales, los dones y los frutos del Espíritu Santo, aunque los ha puesto en correlación (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1830-1832). Mientras las virtudes son cualidades permanentes conferidas a la criatura con vistas a las obras sobrenaturales que debe realizar y los dones perfeccionan tanto las virtudes teologales como las morales, los frutos del Espíritu son actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo habitual y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70, a.1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que San Pablo afirma cuando habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol quiere indicar que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma de todo acto virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa en una variada gama de colores, así la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu.
4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). El himno a la caridad, contenido en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad sobre todos los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la esperanza (cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba nunca» (1 Co 13, 8).
El amor al prójimo tiene una connotación cristológica, dado que debe adecuarse al don que Cristo ha hecho de su vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Ese mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse «nuevo» y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). El significado cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...» (cf. Mt 25, 31-46).
Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre.